Detesto el pasado
Bruno Marcos
En realidad yo detesto el pasado, aunque haya parecido aquí que, a veces, soy nostálgico no me deleito -en el sentido proustiano- en reconstruir el universo sensitivo de lo pretérito. Intelectualmente desprecio lo que se ha ido, supongo que es porque lo veo como el espacio de la ignorancia, del no conocer, sin ir más lejos, lo que iba a pasar después.
Mi merodeo por los recuerdos no deja de tener un impulso reorganizador, interpretador, como le gustaría a mi hermano, un hálito de historicismo psicoanalítico. ¿Cómo desear volver a vivir lo vivido? ¡Qué pereza!¡Qué estupidez!
Añoro la intensidad de los momentos huidos pero rápidamente me parece deleznable un tiempo en el que no sabía lo que ahora sé.
Me lo crucé en una escalera mecánica. Él, acompañado de dos chicas, subía mientras yo bajaba. O no me vio o no le dio tiempo para saludarme, o no quiso. Un poco defraudado le comenté a ella: “Hay gente con la que has compartido hasta el aire que respirabas y que luego te la cruzas y ni te saludas”.
Más tarde entró en el bar en el que estábamos y me dirigí a él recriminándole que no podíamos dejar de saludarnos con lo que habíamos vivido juntos. Él había repetido tantos cursos que cuando le di clase casi teníamos la misma edad. No sé por qué acabamos juntos al final de tantas disparatadas fiestas. Creo que mi memoria las mezcla todas en una, una en la que, cuando cerraron los bares, fuimos 20 o 30 con las llaves de Fafa a saltar la verja a por unas botellas de champán que sabíamos dormían dentro. Luego nos metieron en unos coches y nos llevaron al bosque, abrieron las puertas, pusieron la música a tope y encendieron los faros sobre una zona entre los troncos de los árboles y todo el mundo empezó a danzar. Al final sólo quedamos cuatro y alguien dijo que fuéramos a ver amanecer al pantano. A la vuelta faltaban apenas dos horas para empezar la jornada, él se fue y Fefe propuso que durmiéramos ese tiempo en su coche en el centro del pueblo. Al poco empezaron los madrugadores a mirarnos con extrañeza. Fefe arrancó y volvió a la falda de la montaña, encaramó el coche en un promontorio colocándolo de forma que dejaba visible todo el valle y el pueblo, después sacó una mantita, cubrió sus piernas y las mías y me ordenó dormir. A mí tanta excitación no me permitía obedecerle mientras el sol, como hace mil años, asomaba por el horizonte, ajeno a todas las fiestas de los hombres, a todas las cosas que pasan y que serán, un día, recuerdo de los hombres.
En realidad yo detesto el pasado, aunque haya parecido aquí que, a veces, soy nostálgico no me deleito -en el sentido proustiano- en reconstruir el universo sensitivo de lo pretérito. Intelectualmente desprecio lo que se ha ido, supongo que es porque lo veo como el espacio de la ignorancia, del no conocer, sin ir más lejos, lo que iba a pasar después.
Mi merodeo por los recuerdos no deja de tener un impulso reorganizador, interpretador, como le gustaría a mi hermano, un hálito de historicismo psicoanalítico. ¿Cómo desear volver a vivir lo vivido? ¡Qué pereza!¡Qué estupidez!
Añoro la intensidad de los momentos huidos pero rápidamente me parece deleznable un tiempo en el que no sabía lo que ahora sé.
Me lo crucé en una escalera mecánica. Él, acompañado de dos chicas, subía mientras yo bajaba. O no me vio o no le dio tiempo para saludarme, o no quiso. Un poco defraudado le comenté a ella: “Hay gente con la que has compartido hasta el aire que respirabas y que luego te la cruzas y ni te saludas”.
Más tarde entró en el bar en el que estábamos y me dirigí a él recriminándole que no podíamos dejar de saludarnos con lo que habíamos vivido juntos. Él había repetido tantos cursos que cuando le di clase casi teníamos la misma edad. No sé por qué acabamos juntos al final de tantas disparatadas fiestas. Creo que mi memoria las mezcla todas en una, una en la que, cuando cerraron los bares, fuimos 20 o 30 con las llaves de Fafa a saltar la verja a por unas botellas de champán que sabíamos dormían dentro. Luego nos metieron en unos coches y nos llevaron al bosque, abrieron las puertas, pusieron la música a tope y encendieron los faros sobre una zona entre los troncos de los árboles y todo el mundo empezó a danzar. Al final sólo quedamos cuatro y alguien dijo que fuéramos a ver amanecer al pantano. A la vuelta faltaban apenas dos horas para empezar la jornada, él se fue y Fefe propuso que durmiéramos ese tiempo en su coche en el centro del pueblo. Al poco empezaron los madrugadores a mirarnos con extrañeza. Fefe arrancó y volvió a la falda de la montaña, encaramó el coche en un promontorio colocándolo de forma que dejaba visible todo el valle y el pueblo, después sacó una mantita, cubrió sus piernas y las mías y me ordenó dormir. A mí tanta excitación no me permitía obedecerle mientras el sol, como hace mil años, asomaba por el horizonte, ajeno a todas las fiestas de los hombres, a todas las cosas que pasan y que serán, un día, recuerdo de los hombres.
3 Comments:
Al anónimo:
¡Qué impulso fetichista hacia ese cuadernillo impreso y deglutido por ti, me han dado ganas de poseerlo, incluso pujar por él...
Qué tiempos aquellos cuando erais jóvenes y hermosos,Ya no volverán como las oscuras golondrinas.
Habrá ocasión para pensar y habrá ocasión para liberarse,para que tú seas yo y yo sea tú y para soltar nuestra tensión confundida con nuestros deseos y nuestras ilusiones
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